El dolor de cabeza era atroz. Aún sigo
sin entender por qué cuando menos quieres tus sentidos se
desarrollan de tal forma que todo se multiplica por diez, jodiéndote
la vida.
Después de haberme pasado
prácticamente la noche en vela y con un sofocón monumental, no era
de extrañar que me sintiera como una muñeca de trapo; es decir:
vacía, frágil y asustada.
Había sido una noche muy rara, de
hecho recordaba haberme sentido así; rara, porque no podía
describir de otra forma el sentimiento de haber pasado la noche
abrazada a Lucas, llorando como una mocosa mientras él me consolaba.
Cuando salí del baño y lo vi de
pie, mirando la puerta de la que yo había surgido con cara de
desdén, me quedé en un estado de incredulidad del que yo misma
sabía que me iba a costar salir. Todas las emociones se amontonaron
de golpe en mi pecho; el miedo, la incertidumbre, el terror, la
vergüenza...
-¿Qué demonios haces aquí? -fue lo
único que pude decir, esforzándome por no echarme a llorar. Pero al
ver que Lucas no contestaba, que simplemente estaba de planta parada
con sus ojos puestos en mí, perdí el control.- ¡¿QUÉ DEMONIOS
HACES AQUÍ?!
Al parecer para ese chico no existían
las palabras y me estaba sacando de mis casillas. Cualquier persona
me habría pedido explicaciones; pero ¿explicación de qué? Ni
siquiera sabía si me había escuchado o en qué narices estaba
pensando.
Lucas avanzó hasta mí y se sentó a
mi lado con la espalda apoyada contra la superficie esmaltada de la
puerta y simplemente me abrazó. Sí; pasó sus brazos por mi cuerpo
y me estrechó contra él. Quizás fue eso lo que me hizo venirme a
bajo y empezar a llorar; porque no pude parar.
Me sentía inútil por no haber
supuesto que alguien, en algún momento me descubriría, ya lo habían
hecho ¿por qué no otra vez? Me sentí impotente por estar llorando
delante de Lucas. Me sentí vulnerable y pequeña. Me sentí frágil
y sobretodo decepcionada conmigo misma. Sabía las consecuencias que
traería volver a jugar con eso, por entrar en un mundo del que no
podía salir libremente, en el que los impulsos me controlaban y
perdía la razón de ser; y yo había vuelto a caer. Y a pesar de
todo, me sentía asustada porque sabía que Lucas se lo diría a mi
padre.
-¿Qué haces?- sollocé contra su
pecho, con los brazos inertes a cada lado de mi cuerpo.
-Abrazarte -susurró, con la barbilla
apoyada en mi coronilla.
-¿Por qué no has salido corriendo a
buscar a mi padre? Nana lo hizo.
-Yo no soy ella -sentenció y ahí supe
que la conversación había acabado.
Fue breve, fugaz, pero a la vez... lo
describiría como intenso. De haber sido cualquier otra persona, en
esos momentos habría salido corriendo para publicarlo a los cuatro
vientos, en cambio Lucas permaneció a mi lado toda la noche, sin
despegarse de mí ni un segundo.
Supongo que en algún momento me
quedé dormida, cediendo al cansancio ya que me encontraba en mi
cama, arropada con una manta y la última imagen que guardaba en mi
cabeza, de la noche anterior era la camiseta gris del muchacho.
*Dios mío... soy un desastre* suspiré
mentalmente.
Si por mí hubiera sido habría
permanecido en la cama durante todo el día, pero en mi casa, incluso
los sábados, había que madrugar, aunque al parecer ese día me
habían dado un poco más de margen, ya que cuando miré el reloj
eran las diez de la mañana.
Retiré la manta y me dirigí directa
al cuarto de baño. Tenía el cuerpo entumecido y me dolía la cabeza
tanto que parecía que alguien estuviera cortándome las neuronas a
pedacitos. Una ducha de agua caliente me reconfortaría, aunque fuera
un poco.
Cuando me miré al espejo, vi mi cara
roja e hinchada por el llanto. Unas ojeras oscuras bajo los ojos
hacían que mi rostro pareciera más pálido de lo que en realidad
era y el pelo negro enmarañado parecía un nido de cuervos.
-Desde luego, estás estupenda -dije,
con una voz cargada de sarcasmo.
Era extraño que Nana no hubiera
pasado ya por mi cuarto con la voz puesta en el cielo para levantarme
de la cama. Yo no era una persona remolona, la verdad es que me
gustaba madrugar, así aprovechaba más el día y sobretodo ahora que
la fecha para la inscripción en la Universidad de Nueva York estaba
cerca. Todavía no se lo había dicho a mi padre, debía hacerlo, más
pronto que tarde, pero sabía cuál sería su respuesta y eso solo me
llevaría a enfrentarme a él y cuando alguien se enfrentaba a Marcus
Manson tenía la batalla perdida.
La gente normal solía hacer
ejercicio y después ducharse, pues bien; yo no es que fuera del todo
normal.
Tras meditarlo en la ducha, decidí
que hacía un tiempo espléndido y que debía aprovechar mis últimos
días de libertad antes de que Lucas le dijera a mi padre que había
vuelto a las andadas y me había pillado, literalmente, con las manos
en la masa; por lo que me puse unos short, una camiseta de tirantes y
mis zapatillas de deporte.
Cuando abrí la puerta de mi
habitación, observé que la casa estaba sumida en un profundo
silencio; eso o que a mí todo se me antojaba extraño. No se
escuchaba a Nana cantando mientras limpiaba el polvo o a las
sirvientas fregando la loza del desayuno y preparando la comida.
Asomé la cabeza por la rendija de la
puerta, no me apetecía encontrarme con nadie y mucho menos con
Lucas.
Cogí una bocanada de aire, como
aquello de que iba a sumergirme en una piscina y salí corriendo
pasillo adelante como una exhalación. Rezaba porque Nana no
estuviera al pie de las escaleras con su sonrisa radiante para darme
los buenos días. No es que fueran precisamente unos buenos días.
Estaba casi llegando al último
escalón; solo me separaban un par de pasos de la puerta, unos
míseros pasos; incluso me estaba felicitando a mí misma por haberlo
logrado cuando por el rabillo del ojo vislumbré a Lucas salir del
salón. No me dio tiempo a parar y me lo llevé por delante. Por
suerte, los reflejos del muchacho estaban a mil años luz de los míos
y tuvo la genial idea de apoyarse en la pared.
-¡Joder! -refunfuñé entre dientes,
acariciándome el brazo.
Una de las manos de Lucas descansaba
sobre la zona baja de mi espalda, la otra en la pared. Levanté la
mirada, dispuesta a pedirle perdón, pero al ver esos ojos
cristalinos, toda palabra fue inútil. Una sensación incómoda me
invadió y de repente todo me pareció absurdo. ¿Qué iba a hacer?
Me olvidé por completo de todo.
-Esto.. yo.. eh... -decidí callarme
antes de meter la pata aún más y me marché corriendo.
Dejé que la puerta se cerrara sola
tras de mí con un sutil portazo. ¿Qué narices había sido eso?
Acababa de dejarme sin una mísera palabra que decir. Un simple ¨lo
siento¨, solo tenía que haber dicho eso y no había sido capaz.
Pero... ¿por qué? Es decir... ¿por qué lo sentía? ¿Por haberme
pasado la noche abrazada a él y llorando o por haberme dado de
bruces contra su pecho?
Me sentía fatal por él; pero ¡venga
ya! Estaba hablando de Lucas; el mismo Lucas que con doce años me
había jodido la infancia con sus insultos y poniendo a mi hermano de
su parte para hacerme las mayores perrerías que se le podían hacer
una cría de diez años. Me insultaba, se reía de mí y me
humillaba.
* Si en dos horas no estas dentro del
coche de tu padre en dirección a un centro psicológico,
probablemente lo use en tu contra. *
De repente una rabia creciente se
apoderó de mí. Rabia por haber sido tan débil y tan estúpida y
sobretodo por haberme quedado sin tan siquiera una mísera palabra
que decir. Había sido débil y me había dejado llevar; pero no
volvería a ocurrir.
Cuatro kilómetros después, dos
litros de sudor de por medio y un agotamiento tanto físico como
mental, estaba medio derrumbada contra la puerta de mi casa.
El cálido aire de finales de
septiembre chocaba contra mi piel y movía las pequeñas hojas de los
árboles de los cuales, pronto no habría ni una. Richard estaba
junto a los arbustos, a veces hacía la función de jardinero.
-¿Mañana ajetreada Señorita
Claudina? -preguntó con una sonrisa en los labios a modo de saludo.
Solo estaba siendo amable, pero
acababa de pronunciar las dos palabras que más odiaba en toda mi
vida; señorita y Claudina y lo había hecho en una misma frase.
Con un humor de perros y el ceño
fruncido, giré sobre los talones y me metí en casa dando un
portazo. ¿Por qué me había levantado? ¿Qué tenía el mundo en
contra mía? De hecho, deberían haber existido unos dispositivos que
te advirtieran de qué día debías levantarte de la cama y cuál no.
Seguro que me habría ahorrado muchos disgustos.
-Buenos días Clau.
Nana y su simple y simpático saludo.
Estaba tardando. Iba a replicarle, a decirle que no me llamara
Claudina y a gritar enfierecida que dejara de llamarme ¨Señorita
Claudina¨; pero entonces me percaté de que me había llamado Clau.
Atónita, la miré con los ojos como
platos y la mandíbula desencajada.
-¿Qué? -pregunté desorientada,
parpadeando.-¿Me has llamado Clau? ¿Solo Clau?
Nana se echó a reír y se marchó,
dejándome con cara de gilipollas en el recibidor. Lucy, que estaba
por allí cerca también comenzó a reírse. Debió de haberme visto
la cara. Su pequeña risilla provenía del salón. Lucas y ella
estaban sentados en el sofá, mirándome divertidos.
-¿¡Qué!? -chillé, abriendo los
brazos de par en par.
No sé qué era lo que me esperaba;
¿que echaran a correr porque la temible Claudina había despertado?
¿que me pidieran perdón? ¿que se echaran a reír aún más? Sí,
quizás sí.
Solté un gritito de frustración y
subí de nuevo a mi habitación. Echaba de menos los días en los que
simplemente tenía que levantarme y las únicas personas que estaban
en casa fueran Nana, Richard y las cocineras. Oh... qué días
aquellos.
Como era de esperar, el portazo que
di cuandoo entré en mi habitación fue tal, que retumbaron las
paredes; incluso un trozo de pintura calló de lo alto del techo.
Probablemente por eso me caería una bronca. Solo hacia acumularlas.
-Lo mejor será que te des otra ducha,
te relajes y...
Algo extraño e inusual hizo que
dejara la frase a medio acabar. Sobre mi cama descansaba una bandeja
de plata con dos vasos, uno cargado con un líquido naranja, lo que
supuse que sería zumo y otro con leche, junto con un bol de cereales
integrales, una bolsita de Cola-Cao y un cuenco con fruta fresca.
También había una nota que rezaba: Disculpas aceptadas.
-¿Pero qué...?
¨Disculpas aceptadas¨; ¨disculpas
aceptadas¨... me senté sobre la cama, con cuidado de que la bandeja
no se volcara y vertiera su contenido sobre la colcha. Con la nota
aún en la mano, empecé a darle vueltas entre los dedos repitiendome
las palabras una y otra vez. ¿Disculpas aceptadas? ¿A quién
demonios le había pedido perdón? Mejor dicho, ¿ a quién demonios
no se lo había pedido?
* ¿Disculpas aceptadas? * Pensé.
Como si la escena se estuviera
repitiendo, sentí el calor del pecho de Lucas contra el mío y el
tacto de sus dedos descansando en mi espalda. Un momento de
vacilación me llevó a sonreír como una boba a la nota que aún
sostenía entre mis dedos, pero al darme cuenta de ello mi reacción
se pareció más a la de un pitbul con la rabia que a la de un
corderito agradecido.
Sin ser consciente de que la cama era
un sitio inestable, me puse en pie derramando el zumo y la leche
sobre la colcha. Tras un par de maldiciones por mi parte, salí de la
habitación como un tornado. Bajé las escaleras dando grandes
zancadas y pisotones para que Lucas supiera la que se avecinaba, pero
para mi sorpresa, no estaba en el salón; solo estaba Lucy, su
hermana.
-¿Y Lucas? -pregunté con un tono
demasiado austero.
-En su habitación, creo -respondió la
chiquilla con indiferencia, encogiéndose de hombros.- ¿Ha hecho
algo?
-Ya lo creo que sí -murmuré entre
dientes, mientras deshacía mis pasos.
Pasé de formalidades y ni siquiera
llamé a la puerta, directamente tiré del pomo hacia dentro, sin
cavilar la posibilidad de que tal vez pudiera estar ocupado,
duchándose o mucho peor... en bolas. Por suerte no fue así.
Lucas estaba tirado sobre la cama con
lo que me pareció una revista de música apoyada en su barriga. No
debió de escucharme llegar hasta allí, porque cuando bajó lo que
estaba leyendo, para mirarme, su expresión fue de clara sorpresa.
Sin esperar a que me invitara a
entrar, cerré la puerta y me acerqué a él, tirándole la nota a la
cara.
-¿Qué cojones es esto?
-¿Sabes? La gente normal suele llamar
a las puertas, así: -dio un par de golpecitos sobre la mesita de
noche mientras se sentaba en la cama- ¿ves? No es difícil; solo
tienes que dar con los nudillos y...
-¡Lucas! -chillé
Me había cansado de sus jueguecitos.
Sabía perfectamente cómo se llamaba a una puerta, no era tonta;
solo estaba enfadada.
-¿Qué?
-¿Qué es eso? -repetí, señalando la
nota, esta vez omitiendo el taco.
El muchacho la cogió y la leyó o al
menos hizo que la leía, no lo sé muy bien. El silencio me estaba
poniendo enferma.
-Es... una nota.
-Muy listo. ¿Qué hacia en mi
habitación?
-Yo qué sé, tu sabrás es tu
habitación -sonrió, con los ojos puestos aún en el trozo de papel.
Me estaban entrando ganas de rodearle
el cuello con mis manos y aplastarselo hasta que la cara se le
pusiera de color morado. La habilidad que tenía ese chico para
sacarme de quicio no la tenía nadie.
-¿Se puede saber a qué estás
jugando? -solté por fin, haciendo un esfuerzo para no echarme a
llorar allí mismo.
-Clau... -suspiró.- Esta bien, me he
pasado, lo siento. Solo quería tener un detalle contigo.
-¿Por qué?
El chico se irguió en su sitio
sorprendido por mi pregunta y me miró con cautela, como si fuera un
animalillo asustado. En realidad, quizás tuviera esa pinta, de
animalillo asustado.
-¿Por qué, qué?
-¿Por qué quieres ser amable conmigo?
-apreté los puños a ambos lados, haciendo fuerzas para no perder el
control.
-¿Te sorprende que quiera ser amable
contigo? -soltó una carcajada llena de amargura.
Un destello plateado procedente de su
boca me distrajo durante un segundo; ¿tenía un pendiente en la
lengua? Caray, ese chico era un mosaico andante.
-Sí -solté, tajante.- Tú no eres
así.
-¿A no? -dio un paso hacia mí, pero
retrocedí-¿ y cómo soy según tú?
-El Lucas que yo conozco... -callé por
un momento, no sabía qué decir. El Lucas que yo conocía no era
ese, eso estaba más que claro, pero una vocecita en mi cabeza me
decía que no debía confiarme.
-¿Sí?
-Lo de anoche...
-A si es que es eso lo que te preocupa-
dijo más para sí que para mí.- Mira si lo que te preocupa es que
se lo diga a alguien, puedes estar tranquila. No lo haré.
-¿Por qué? -medio sollocé.
-¡Dios! ¿Quieres dejar de preguntar
por qué? -Pasó los dedos entre su pelo con aire frustrado. Lo
estaba alterando.- No sé cómo sois las niñatas pijas de por aquí,
pero yo jamás haría eso. Es una enfermedad, estás enferma, por muy
cabrón que piensas que soy no te haría eso.
*Es una enfermedad. Estás enferma*
Fue lo único que escuché. Una simple frase; cinco palabras... ¨es
una enfermedad. Estás enferma¨. Por un momento me vi transportada
al día en el que mi padre se enteró y decidió llevarme al
psicólogo; sus palabras fueron las mismas.
Noté algo húmedo en mi mejilla y
entonces fui consciente de que la presión me había podido y había
empezado a llorar. Lucas me miraba sin saber muy bien qué era lo que
pasaba; no era consciente de lo que sus palabras me había hecho.
Habían sido como una jarra de agua helada sobre mi piel.
Sin saber muy bien el cómo o el por
qué, la rabia se apoderó de mí y tomó posesión de mi cuerpo;
cuando quise darme cuenta la palma de mi mano ya estaba impactando
contra la cara del muchacho. Aprovechando el momento de incredulidad,
me marché de allí antes de que pudiera añadir nada más. Ya había
tenido suficiente.