sábado, 1 de noviembre de 2014

Prólogo.

 Todo estaba frío y oscuro. El suelo estaba húmedo y el ambiente cargado.
No lo recuerdo muy bien, de hecho, no había nada que recordar; solo que me dolían todas y cada una de las partes del cuerpo. Era como si una apisonadora me hubiera pasado por encima y ahora no fuera capaz de moverme. Intenté hacerlo, pero noté que tenía las muñecas envueltas en unas cadenas. Tiré de ellas con fuerza, pero  un tintineo sonó cuando lo hice, por lo que supuse que mis esposas estaban enganchadas en la pared.
*Pero… qué demonios…* pensé, confundido.
  Intenté esforzarme por recordar qué era lo que había pasado, pero solo veía oscuridad en mi mente. A veces me venía algún recuerdo sonoro; como el grito de alguien o algún comentario grosero, pero nada que me destapara el misterio de mi paradero.

  Escuché unos pasos y mi cuerpo se puso en tensión, dispuesto para atacar. A pesar de que aquel sitio olía a rancio y putrefacción, un ligero olor a sangre llegó hasta mí y eso solo hizo que se me revolvieran las tripas. Odiaba el olor a la sangre y eso que normalmente había estado muy familiarizado con ella.
  Los pasos cesaron a escasos metros de mí. Sonó un gruñido, procedente de una  puerta oxidada y posteriormente un fuerte golpe. La luz del pasillo se reflejó en la pared y una sonrisa ponzoñosa se burló de mí. Me era tan familiar…
  Con el ceño fruncido y las manos apretadas con fuerza sobre mi regazo, apreté los dientes y entrecerré los ojos dispuesto  a descubrir de quién era esa risa; dispuesto a pedirle explicaciones; pero en cuanto lo vi, supe que no las habría.
-Vaya, vaya… por fin has despertado –se rio, la sombra de la puerta.

  Entonces, todo cobró sentido.

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