Incluso antes de abrir los ojos ya lo
había escuchado coger impulso con un gruñidito y saltar sobre mí.
-¡Despierta Claudina!
Claudina, detestaba que me llamaran
así. No comprendo en qué narices estarían pensando mis padres al
ponerme ese nombre; algo como ¨vamos a llamar a nuestra hija
Claudina, así le jodemos la vida, ¿qué te parece cielo?¨. No me
gustaba nada, por eso me enfadaba tanto con mi hermano Mike cada vez
que me llamaba así; sabía que no lo soportaba, que prefería que me
llamaran Clau o incluso Dina, pero no por mi nombre completo.
-¡Quita de encima capullo! –exclamé,
pegándole un guantazo en la coronilla; pero no lo hizo, no se quitó.
-¡Vamos, vamos! ¡Despierta! –seguía
gritando a la vez que me zarandeaba por los hombros.
Se iba al día siguiente de vuelta a
su universidad; las clases ya habían empezado pero él y su novia
Sabine habían decidido alargar un poco más las vacaciones. ¿Qué
si quería que se fuera? Para nada; incluso si por mi fuera me
marcharía con ellos.
-Estoy despierta –me reí entre
sacudidas- ¡estoy despierta!
-Bien. –De repente, paró en seco y
se puso de rodillas sobre mi cama. Me miraba muy serio, tanto que
hasta me dio miedo.- Porque tengo algo que decirte…
-¿El qué?
-¡Guerra de cosquillas!
-¡No!
Intenté frenarlo, incluso me puse a
dar patadas en el aire como aquello que fuera una experta en artes
marciales; pero en una guerra de cosquillas, Mike siempre ganaba y yo
tenía las de perder.
Le supliqué, le rogué incluso hasta
lloré, no sé si de la rabia por no ser capaz de sacármelo de
encima o como efecto secundario de mis carcajadas forzadas; pero no
funcionó nada.
-Mike, Dios, Mike para –supliqué
medio ahogada- para ya por favor.
-Nop.
-Joder Mike, que me hago pis.
No era mentira, me hacía pis. Como
costumbre mañanera siempre iba al baño después de levantarme y si
a esa costumbre le añades una guerra de cosquillas lo que sale es
una bomba de relojería. Mi vejiga estaba a punto de estallar.
-Mike, Mike, en serio, déjame. ¡Que
me hago pis!
-Ay, la bebé se hace pis –se burló
de mí, haciendo pucheros.
-¡Sí! –chillé.
-Vale.
Paró; por fin paró y no me lo pensé
dos veces. Salí disparada hacia el cuarto de baño. Estaba justo en
mi habitación a dos pasos de mi cama, pero esos dos pasos fueron
como cincuenta mil kilómetros. Pensaba que no llegaba.
-¡Te odio! –grité desde detrás de
la puerta.
-Sabes que no Claudina.
-¡Que no me llames así!
Sabía que solo lo hacía por
molestarme. Se supone que debería haberme dejado enrabietar dado que
era su último día, pero si lo hacía, no tendría gracia además de
que no me daba la gana de que se cachondeara de mí.
Supongo que el lado bueno de la
muerte de mi madre –si es que tenía un lado bueno, solo estoy
siendo optimista- es que la relación entre Mike y yo se estrechó
hasta el punto de convertirnos en inseparables. Cuando se marchó a
la universidad me ofreció irme con él y acabar el instituto allí,
pero obviamente le dije que no; no por mí, sino por mi padre.
-Tengo planes. Para hoy y tú –me
señaló con el dedo índice en cuanto salí del baño- estás en
ellos.
-Pues déjame decirle al señor ¨tengo
planes para hoy¨ que hoy tengo instituto. -Me incliné sobre la cama
y cogí el teléfono móvil. Tenía tres llamas perdidas de Dilan de
la noche anterior. Había escuchado el móvil, pero no me apeteció
cogerlo y tampoco iba a llamarlo. Tenía que haber sido yo la que lo
hubiera llamado después de mi comportamiento tan… extraño, pero
no tenía ganas. El reloj marcaba las siete en punto– Y llego
tarde.
-Hoy no irás.
Lo dijo tan normal, como si no se
tratara de una elección y lo tuviera que hacer sí o sí.
-¿Cómo que no iré? –pregunté
sorprendida.-Claro que iré, tengo que ir. Ya sabes como es papá,
además es mi segundo día, no puedo faltar.
-Vamos a pasar el día juntos –me
miró con una sonrisa, enarcando las cejas.
El plan sonaba genial; ¿pasar el día
entero con mi hermano antes de irse? Por mí que fueran todos los
días así; pero no podía saltarme las clases. No el segundo día;
no en último curso.
Mike se percató de que estaba
entrando en duda: ¿ir o no ir? Y lo aprovechó. Sabía que sentía
debilidad absoluta por los ojos muy abiertos, pucheros y alguna que
otra lagrimita de cocodrilo. Bueno, en realidad todo el mundo lo
sabía.
-Por fa –suplicó, juntando las manos
sobre su regazo- por fa, por fa…
-Mike por el amor de Dios, que tienes
veinte años –me reí, dirigiéndome al cuarto de baño para darme
una ducha- ¿en serio?
-¡No seas aguafiestas! ¡Sabes que
será genial ¡ ¡Tú, Sabine y yo! Venga, anda….
Sabine era una chica fantástica, la
verdad es que era la novia que mejor me caía de todas las que mi
hermano había tenido. Llevaban juntos casi un año pero parecía
como si se conocieran de toda la vida. Eran la atípica pareja a la
que si veías por la calle dirías: ¨son la pareja perfecta¨. Desde
que empezaron a salir iban juntos a la mayoría de los sitios, pero
sin llegar a punto de ser pegajosos. Podías estar a sola con ellos
como si fueran simplemente amigos.
-¿Me llevo las velas? –pregunté con
ironía, pero él no me entendió. Se limitó a mirarme con cara rara
y a esperar que llegara la explicación.- Lo digo por ir de
sujeta-velas y tal.
-¡Sabes que no somos así! –un grito
de histeria se escuchó detrás de la puerta.
No pude aguantarme y me doblé de la
risa. Sabine odiaba que hicieran ese tipo de bromas. Por lo que me
había contado sus experiencias con novios anteriores no habían sido
muy buenas y ahora que estaba con mi hermano, no quería fastidiarlo.
Entró en la habitación como un
huracán enfurecido. Ella era delgadita y baja, incluso más que yo.
Cuando vino era tan blanca que no se la distinguía de la pared, pero
después de un verano en Los Ángeles su piel se había tostado,
haciendo un bonito contraste con su pelo castaño.
No podía tomármela en serio cuando
se enfadaba, me era imposible.
-Bueno, vale. En caso de que vaya con
vosotros –ambos se miraron y sonrieron- ponen faltas Mike,
necesitaré justificarla y ya sabes cómo es papá…
-¿Necesitas un justificante como este?
–Sabine levantó un papel en blanco y lo agitó en el aire con una
sonrisa- Lo tenemos todo pensado baybe .
Vale, me habían pillado. ¿¡Es que
lo tenían todo preparado o qué!? Solo me estaba poniendo escusas a
mí misma. Claro que quería saltarme un día de instituto para
pasarlo con mi hermano y su novia; de hecho, lo estaba deseando y me
estaba costando horrores negarme. Pero en aquel instituto podían ser
muy exigentes con las faltas de asistencia, demás, tenía Historia
del Arte y ya había empezado con mal pie en esa asignatura.
-Está medio convencida –le dijo Mike
a Sabine con una sonrisa- lo sé, la conozco. ¡Venga Clau, vente!
¡Joder, que nos vamos mañana y hasta navidades no nos ves!
Desde luego, mi hermano sabía cómo
hacerme sentir mal.
Los miré pensativa, decidiendo qué
hacer. Una parte me decía que sí, que adelante, pero la parte
racional me decía que no debía hacerlo.
*Es tu hermano; se va mañana. ¡Por el
amor de Dios! ¡Que le den al instituto!*
-Está bien –asentí, finalmente-
iré.
Mike se hizo pasar por mi padre y se
encargó de llamar al instituto y comunicar que me había puesto
enferma; solo esperaba que la mentira colara, porque si no me caería
una buena; eso y que mi padre no se enterara.
Después de una hora de trafico,
conseguimos llegar al parque de atracciones. Ese era el fantástico
plan de mi hermano; pasar el día en el parque de atracciones. La
verdad que tenía mejor pinta que pasarme todo el día con el culo
pegado a una silla atendiendo en asignaturas que ni siquiera me
gustaban; además, hacía bastante tiempo que no iba. De hecho, creo
recordar que la última vez fue cuando yo era una renacuaja y mi
madre aún seguía con nosotros y teniendo en cuenta que el accidente
de tráfico fue cuando tenía al rededor de unos siete años; sí,
hacía mucho tiempo que no iba.
Sabine y mi hermano me llevaban de un
lado para otro; parecían dos niños pequeños en una tienda de
chucherías, pero era divertido; al menos para mí, aunque cuando
discutían sobre qué atracción montar ahora, me tocaba a mí dar el
último veredicto y aunque me decían que no se enfadarían si elegía
la atracción del otro... no era cierto. Mike ya me había dado dos
capones por ponerme en el bando de Sabine.
-No es mi culpa -me reí, encogiéndome
de hombros- me gustan más sus atracciones.
-¡Ja! ¡Chúpate esa! -se burló
Sabine, señalándolo con los dedos índices mientras hacía un
bailecito muy mono- Las chicas nos entendemos, ¿verdad que sí?
-Si digo que sí, me llevaré otro
capón -refunfuñé, palpando la zona dolorida.
-Está bien -sentenció mi hermano-
pero a la próxima elijo yo.
En ocasiones era un poco infantil y
aún podía ver a ese niño rubio de ojos claros reflejado en su
silueta. Me gustaba.
Desde luego, Mike había cambiado un
montón y diré a su favor, que para bien. Cuando era pequeño tenía
el pelo tan claro que parecía casi blanco; por suerte se le había
oscurecido un poco, y ahora era una mezcla entre rubio y castaño. De
cuerpo no era lo que podríamos denominar un sex-simbol, pero no
estaba mal; aunque quizás yo no lo veía de esa marera por ser mi
hermano y el resto de las chicas sí. Me preguntaba qué verían en
él.
-Yo propongo que vayamos a comer algo.
Tengo hambre.
-Pero... -miré a Sabine con el ceño
fruncido- ¿no querías montar en los coches chocones?
-Sí, pero me ha entrado hambre de
repente.
-Chicas -musité, poniendo los ojos en
blanco.
-Ni que tú no fueras una -se quejó,
dándome un empujón.
Claro que era una chica, al menos
hasta donde yo sabía, tener pecho y vagina era de ser chica, pero a
veces tenía unos gustos un poco raros. Mientras que el resto de
chicas preferían ir de compras, yo prefería estar leyendo o jugando
a videojuegos. Mientras el resto de chicas preferían tener un novio
guapo con una tableta escultural y sobrehumana, a mí me daba igual
el aspecto que tuviera; solo quería estar a gusto con él y que él
lo estuviera conmigo. Sí, Dilan pertenecía a ese tipo de chicos
monumentales de revista, pero no fue en eso en lo primero en lo que
me fijé. Os lo puedo asegurar.
-¿Perrito o hamburguesa? -preguntó
Mike.
En vez de ir a uno de los
supe-rmega-hiper restaurantes que había en el parque, Mike se fue
directo a uno de los puestos de comida rápida que había repartidos
por todos lados. Solo el olor de la carne quemada me revolvía las
tripas.
-¿En serio? -lo miré con las cejas
levantadas- ¿Soy vejetariana desde cuándo? ¿Diez años?
-Entonces ensalada -asintió,
volviéndose hacia el dependiente.
-Tu hermano y sus despistes -rió
Sabine.
Me tenía cogida por el brazo y
estábamos apoyadas en una de las barandillas que separaba el camino
principal de las atracciones.
Los iba a echar de menos y mentiría
si no dijese que sobretodo a Sabine. La conocía de un mes, dos a lo
sumo; no recordaba cuánto tiempo había pasado desde que llegaron a
casa, pero esa niña me caía genial. De no haber sido la novia de mi
hermano incluso podríamos haber sido mejores amigas.
-Aquí tienen las señoras.
Al parecer lo de la ensalada solo fue
una coña de las muchas que me hacía mi hermano. Siempre se metía
conmigo en los temas referidos con la comida. Aunque algunas cosas no
me hacían gracia. Me alegraba que al menos uno en la familia viera
los problemas desde otro punto de vista.
Mike le dio su hamburguesa a Sabine y
a mí un cartucho de patatas calientes. En cuanto le di el mordisco a
la primera patata empezaron los remordimientos.
¿Por qué tenía que ser así? ¿No
podía ser como el resto de personas normales que habitaban la
Tierra? A ver, no es que me considerase un bicho raro; lo primero que
me dijo la Dra. Maya es que no era la única que tenía un trastorno
alimenticio, pero yo me sentía así. Como si fuera la única, como
si estuviera loca. Yo no veía comida donde los demás sí; yo veía
calorías correr ante mis ojos como si estuvieran haciendo una
maratón.
Yo sabía que mi peso estaba entre
los límites teniendo en cuenta mi altura de metro sesenta y ocho,
incluso me acercaba más al límite bajo que al alto, pero aún así
no lo veía. Cuando me miraba en un espejo solo veía grasa por todos
lados.
Un día me levantaba de la cama y me
decía a mí misma ¨¡oh Clau, estás estupenda!¨, pero al día
siguiente me levantaba y me gritaba cosas como ¨¡vaca gorda!¨. Una
completa pesadilla.
-He cambiado de opinión -alcancé a
oír a Sabine decirle a mi hermano a oído. Lo siguiente ya no lo
escuché.
Ellos iban un par de pasos por
delante de mí. Entre paranoia y paranoia me percaté de que estaban
deseando tener un momento de intimidad y a mí no me vendría nada
mal estar sola con mis pensamientos aunque fuera un microsegundo, a
si es que decidí darles su espacio.
Era divertido ir al parque de
atracciones. Me sorprendió la cantidad de gente que había tenido en
cuenta que era día laborable y que los niños tendrían que estar en
clase -como yo- pero la mayoría tenían pinta de ser extranjeros. Vi
a todo tipo de personas, desde colombianos hasta japonenes o al menos
eso pensé yo al ver sus ojos rasgados, aunque para mí todos eran
chinos.
Me acerqué a una papelera y tiré el
cartucho de patatas vacío. Tampoco me gustaba eso de tirar la basura
al suelo, ya no por el simple hecho de que estuviera feo ir caminando
por la calle y encontrarte con envoltorios de chicle o con latas de
alguna bebida refrescante, sino por el medio ambiente. Mi padre decía
que de mayor sería una gran abogada y defendería los derechos
ambientales; a lo que yo simplemente no respondía.
-¡Clau! -me llamaron Mike y Sabine a
la vez- ¡Vamos, date prisa!
-¡Tengo que ir al baño! ¡En seguida
vengo!
Cualquiera que nos estuviera
escuchando pegar semejantes voces en medio del paseo pensaría que si
estábamos locos.
Tenía las manos algo pringosas de la
grasa de las patatas y necesitaba lavármelas urgentemente; eso y
enjuagarme un poco la boca; no quería tumbar a alguien con el tufo a
patatas fritas de mi aliento; aunque entrar en el cuarto de baño no
fue muy buena idea.
No se trataba de uno de esos
portátiles que solían poner en la playa durante los festivales,
sino de uno de los de verdad; de los que están hecho con cemento y
huelen a lejía y ambientador barato. Había distintos apartados para
que la gente no tuviera que esperar demasiado; por suerte estaba
medio vacío y pude entrar enseguida.
En cuanto vi la taza del retrete, los
pensamientos contradictorios y las bombas de ataque salieron a flote. Me recordaba a la típica situación de película en la que el
protagonista no se decide por algo y aparecen un ángel y un demonio
sobre sus hombros; solo que esto era mucho más macabro. Mi ángel
era un yo en gordo y mi diablo era un yo perfecto. Deprimente.
¨¿Estaba ricas las patatas eh,
foquita?¨ -decía mi yo diablo- ¨¿sabes lo que engordan? Como
sigas así te pondrás como un tonel; ¿eso es lo que quieres?¨
¨¡Déjala en paz! No es cierto
Clau, ya sabes que por un par de patatas no pasa nada¨-
contraatacaba mi yo ángel.
¨Lo dice la gorda ¿no?¨
Aquello era un no parar, siempre así.
Yo no quería hacerlo, lo juro que no quería meterme los dedos en la
boca y devolver aquellas patatas tan sabrosas y ricas, pero no tenía
otra elección.
No sé si por suerte o por desgracia,
el destino decidió que ese no era el momento de purgarme y alguien
llamó a la puerta de mi cubículo con un cabreo desmesurado. ¿Qué
me estaba pasando?
Me lavé las manos a toda prisa y
salí de ese sitio. Sentía que si me quedaba un solo segundo más
allí me entraría un ataque de ansiedad. Tenía las manos algo
sudadas y tuve que secarmelas en el dobladillo de mi vestido.
Sabine y Mike me esperaban fuera,
apoyados contra la pared del baño.
-¡Joder! ¿Qué has meado el río
Nilo?
No contesté. Le sonreí con cara de
niña buena y me encogí de hombros.
-En fin. ¡Vamos! -Sabine me agarró de
la mano y tiró de mí con fuerza- ¡Vamos a montar ahí!
-¿Dónde?
-Ahí -señaló a la nada con una
sonrisa en los labios.
Seguí la dirección de su mano y
cuando vi a lo que se refería pensé que me caería redonda al
suelo. Mi cara tuvo que ser un auténtico poema, pues mi hermano se
empezó a partir de la risa y cuando quise darme cuenta, ambos
tiraban de mí. En algún momento del lapsus tuve que gritar y decir
que no, no me acuerdo, pero ellos no paraban de reír.
La gente nos miraba con caras raras,
como aquello de que perteneciéramos al circo o fuéramos algún tipo
de alienigena extraño. Estaba pegando demasiadas voces.
-¡No pienso subirme ahí! -chillé,
tirando hacia atrás para intentar soltarme.
-Sí que lo harás querida hermana.
-¡No! ¡No Mike por favor!
Ya había perdido la cuenta de la
cantidad de veces que le había suplicado por algo a lo largo del día
y eso que solo acababa de empezar.
-Venga Clau, si no pasa nada -intentó
tranquilizarme Sabine; aunque decir eso con una sonrisa diabólica en
la cara no es que fuera demasiado tranquilizador.
-¡No! ¡Socorro!
Ni socorro, ni chillidos, ni
súplicas. ¡A la mierda! Yo había intentado ser razonable con ellos
a si es que la patada que le di en la espinilla a mi hermano se la
tuvo más que merecida. Eso me dio tiempo a escapar y correr ¿cuánto?
¿medio metro antes de que me cogiera por la cintura y me subiera a
su hombro? Lo odiaba.
-Te odio.
-Sabes que no.
-Sabes que sí.
No sé por qué, pero era capaz de
hacer un porté subida sobre los hombros de un bailarín y me daba
miedo montarme en una Montaña Rusa. Nunca había montado, pero desde
que vi una película en la que uno de los vagones se soltaba y las
personas que iban dentro salieron volando por los aires -ninguno
sobrevivió, obviamente- les cogí pánico y si a eso le sumábamos
la velocidad, los giros, las vueltas y el ponerme bocabajo suspendida
a más de cien metros del suelo... digamos que la cosa empeoraba aún
más.
-Tres entradas por favor -le dijo
Sabine al encargado.
Yo estaba bocabajo sobre el hombro
derecho de Mike, pero pude ver a través del hueco entre su brazo y
su tronco la cara de incertidumbre del hombre. Me miraba con los ojos
muy abiertos y el ceño fruncido, una expresión que nunca antes
había visto. Rezaba porque no los dejara pasar.
-¿Qué le pasa? -preguntó el hombre,
refiriéndose a mí.
-Nada, es solo que es tímida -rió
Sabine.
-Sabéis que si no quiere montar está
en su...
-¡Es que no quiero mon...! -Mike me
tapó la boca antes de que pudiera acabar.
-Es una bromista. Hicimos una apuesta y
no quiere saldarla; ya sabe.
-Está bien...
Ya daba igual si había potado o no
en el cuarto de baño, lo haría subida a esa cosa.
Mike me llevó cogida en brazos hasta
que nos sentamos en los vagones. Él se sentó a mi lado y Sabine iba
detrás de nosotros, con un chaval de unos doce años. ¿Por qué él
sí y yo no? Es decir: ¿por qué él no le tenía pánico a esa cosa
y yo sí?
-Me las pagarás -musité de brazos
cruzados.
-¡Venga ya Clau! Te va a gustar. Lo
sé.
-¿A sí? ¿Y cómo lo sabes?
-Soy tu hermano -me miró con los ojos
muy abiertos y moviendo las manos frente a mi cara, como si fuera una
bruja de esas que dicen que adivinan el futuro.- Yo lo sé todo.
-Vete a la mierda.
Hay distintos tipos de terror. Esta
el que sientes viendo una película de miedo; ese que a pesar de que
te asusta, también te gusta. También esta el terror de cuando te
viene tu primera regla; que manchas sangre al orinar y no sabes el
motivo. El terror de tu primera vez; cuando solo piensas ¨eso es
imposible que quepa por ahí¨ y luego está el terror que yo sentía
en esos momentos. Era como todos los terrores juntos pero en uno. No
entendía por qué le tenía tanto pánico, solo que no saldría
nada bueno de esa experiencia.
Tuvimos que esperar varios minutos
hasta que toda la gente hubo montado; minutos que para mí fueron
como horas y horas eternamente largas, pero en cuanto sentí que
aquel mastodonte se movía, fue como si todo desapareciera y solo
estuviéramos la Montaña Rusa y yo.
*No pasa nada Clau, es solo una vuelta,
como viajar en un coche... ¿es como viajar en un coche? Dios... ¡Voy
a morir!*
Al principio iba despacio, un
movimiento casi inexistente si no llega a ser por el sonido de las
ruedas girando sobre el carril. Tenía los ojos cerrados, apretados
con fuerza. No quería verlo. ¿Cómo algo tan estúpido podía darme
tanto miedo?
La sensación de hormigueo en el
estómago, como los nervios que siempre he sentido antes de una
actuación, empezó a surgir en mí. ¡Dios! ¡Cómo me odiaba en
esos momento! Parecía una estúpida cría de cinco años, pero lo
peor de todo era precisamente eso, que la peor parte aún no había
llegado. Llegó cuando subimos a lo alto y caímos en picado.
El aire me golpeaba en la cara con
tanta fuerza que me costaba respirar. El pelo volaba libre al viento
mientras que mis manos se aferraban a la barra de sujeción del
vagón.
La presión de las clases se
disipaba, el sentimiento de culpa por haberme comido ese cono con
patatas fritas se apagó, quedó escondido bajo el sentimiento de
poder; la voz de mi padre quedó ahogada por mi propia voz que decía
que se callase. Todo, absolutamente todo me dio igual en ese momento.
-¿¡Clau!? –gritó mi hermano a mi
lado para que pudiera oírle por encima del viento- ¿¡Estás bien!?
¿Qué si estaba bien? ¡Estaba mejor
que nunca! Sentía que podía con cualquier cosa que me pusieran por
delante.
-¡Sí! –me reí, abriendo por fin
los ojos y viendo lo que se cernía delante de nosotros.- ¡ESTOY
MEJOR QUE NUNCA!
Este comentario te lo voy a decir por donde tu sabes que prefiero que nadie lo lea.
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